Cómo se huye del ser; cómo de mi propia existencia. Me pregunto tantas veces quién soy... qué hago aquí.
Cuando mis ojos ya no encuentran lágrimas en las que seguir bañándose, cojo lápiz y papel. Lloro cuando escribo como lloré al nacer: por necesidad.
Sentirse tan minúscula que en cada letra puedas habitar... pequeña e invisible. En cada palabra mi cuerpo abraza mi mente y se unen por siempre una primera vez, porque no hay recuerdos entre el espíritu y la razón. Mi alma sigue sintiéndose objeto cautivo en cuerpo cruel, y éste, sólo sabe arañar, morder y... rugir.
No así cuando dibujo palabras; sentimientos que se deslizan solos, mente que se impone sobre dedos sumisos y ojos encendidos. Logra agotarme sentir.
Qué le hago para soportarme. Dónde está mi explicación existencial.
En ocasiones desearía volver en el tiempo y verme nacer; sentir cómo llego al mundo, a la vida, sin apenas intuir lo que era y sería. Quisiera tocarme, acariciar mi cara de bebé y secar mis primeras lágrimas; ésas que nunca volverían a ser tan puras sobre mis mejillas.
Imagino reconciliarme conmigo misma y mirarnos "ambas" a la cara sin conocer que nos conocemos; yo conmigo sin saber quién soy. Encontrar... una razón para querer andar sobre piedras afiladas. Sentirme madre... madre de mí.
No seré yo nunca; me cuesta respirar. Corro hasta los límites y choco contra la realidad una y otra vez, para volver de nuevo atrás. Duele tanto saberse encerrada que dejas de coger impulso en tu propósito por escapar. Ya no corres, andas; no sientes, piensas.
Un día te das cuenta de que vivir se basa en buscar salidas sin comprender que todas ellas al conducirte al exterior te están llevando a la muerte. La piel no sabe atravesar esa barrera y queda en vida, descompuesta sin alma al fin. Tu sentir, sin embargo, vuelve a ser sin ser, a flotar sin consciencia de sí mismo.
Así vine a la vida. Entré y me puse un disfraz. Ahora ya podría pensar y conocerme, tocar y tocarme. Pero empecé a sufrir, a sentir dolor, a llorar, a buscar esas salidas, a chocar y caer, a gritar. Empecé a morir sin saber aún que estaba viva.
De pequeña era débil y cobarde. Bebé que no quería dormir y pedía atención. Mi corazón latía fuerte y capaz.
Ahora, soy mujer, y no soy fuerte ni valiente. No descanso, lloro y pido atención... Ya no oigo mi corazón, y me siento incapaz... de todo.
Sigo siendo igual de frágil; nunca cambié. Únicamente tengo conciencia de lo que me rodea y de mí misma, simplemente es eso. Insignificante soy.
Natalia G. Raimbault ©
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